Gil Mª Campos Alabau: “La ingeniería agronómica aporta la comprensión profunda de biosistemas complejos y cambiantes”
Gil María Campos Alabau es uno de los fundadores de Desempantallados, una iniciativa que busca devolver el protagonismo a la educación humana frente al exceso de pantallas. Se ha formado en la UPV y en el MIT y es ingeniero agrónomo y consultor en innovación. Su discurso une la tecnología, la sostenibilidad y la ética profesional con una claridad inusual. “El ingeniero agrónomo está especialmente preparado para esa mirada global: sabe moverse entre realidades distintas y combinar lo ambiental, lo económico y lo social”, señala. Para Campos, el reto de la ingeniería actual no está solo en diseñar sistemas eficientes, sino en hacerlo con propósito. Reivindica una profesión que vuelva a mirar el territorio como un biosistema, donde innovación y humanidad se complementan. “Hoy falta esa visión de conjunto —advierte—. Innovar no es solo optimizar un proceso, es hacerlo con sentido.”
¿Cómo nació Desempantallados y qué te llevó a implicarte personalmente en esta iniciativa?
Desempantallados nació de una preocupación compartida entre padres y profesionales: ver a los niños rodeados de pantallas sin herramientas para pensar. Somos un grupo formado en universidades tecnológicas y nos dimos cuenta de que el problema no era la tecnología, sino su uso prematuro y descontrolado. En el grupo también está Amparo Baviera, ingeniera agrónoma de Valencia, profesora titular de la UPV y vicedecana de Cátedras de Empresa, Empleo y Emprendimiento en la Facultad de ADE. Es importante citarlo porque, aunque en Desempantallados participamos personas formadas en entornos tan tecnológicos como el MIT, la componente de la ingeniería agronómica valenciana y de la UPV ha estado muy presente desde el inicio. Esa conexión entre la tecnología, la educación y la mirada agronómica ha sido una de las claves del proyecto. Hoy necesitamos personas mejor formadas que nunca para afrontar los desafíos digitales, pero no lo lograremos sustituyendo los libros por ordenadores. Hemos confundido educación digital con exposición a pantallas. Nuestra labor es recuperar el aprendizaje analítico, matemático y lingüístico, y dejar las herramientas digitales para cuando aporten valor. Queremos formar seres humanos capaces de gobernar la máquina, no de obedecerla.
Hemos confundido educación digital con exposición a pantallas: formar no es poner un dispositivo delante de un niño
¿Qué consecuencias está teniendo esa digitalización precoz en los niños y adolescentes?
Lo que observamos es una generación que llega a la universidad con menos capacidad de empatía, liderazgo y creatividad. Durante una década se ha confundido la alfabetización digital con poner a los niños frente a pantallas desde los siete años. Se les ha enseñado a manejar herramientas que ya están quedando obsoletas, mientras descuidaban lo esencial: leer, escribir, razonar. Además, se les ha expuesto a información que no pueden procesar y que les afecta emocional y psicológicamente. El resultado son jóvenes menos preparados justo cuando el mundo necesita más criterio y más humanidad. Las pantallas deben servir a la educación, no reemplazarla. Y eso exige valentía para cuestionar un modelo que ha priorizado el brillo del dispositivo sobre el fondo del aprendizaje.
¿Qué propone Desempantallados para revertir esa tendencia y qué relación tiene con tu visión profesional?
Desde Desempantallados defendemos un cambio radical en la educación: volver a lo humano, al papel, a los libros, al pensamiento pausado. Hemos conseguido que varias administraciones reconsideren sus políticas y entiendan que educar no es regalar licencias digitales a grandes empresas, sino formar personas críticas. Queremos colegios donde las pantallas se usen solo cuando aporten sentido, igual que en la ingeniería agronómica la tecnología se aplica para mejorar un sistema, no para sustituirlo. En el fondo, hablamos del mismo principio: equilibrio entre lo humano y lo técnico. Igual que un ingeniero debe conocer el suelo antes de usar sensores, un niño debe aprender a pensar antes de usar una pantalla. El objetivo es el mismo: que la persona gobierne a la máquina, no al revés.
Queremos formar seres humanos capaces de gobernar la máquina, no de obedecerla
Tu trayectoria combina la ingeniería agronómica con la innovación y el liderazgo organizacional. ¿Cómo ha evolucionado tu manera de entender la ingeniería a lo largo de estos años?
Mi manera de entender la ingeniería ha evolucionado igual que la sociedad. Al principio tenía una visión profundamente técnica: creía que la clave era dominar procesos y mejorarlos desde la lógica del conocimiento. La ingeniería agronómica me enseñó a integrar muchos parámetros a la hora de decidir, y eso sigue siendo una base maravillosa. Pero con los años entendí que el componente humano es igual de importante. Hoy el conocimiento se consume rápido —la inteligencia artificial lo está acelerando—, y lo que marca la diferencia son los valores: el liderazgo, el trabajo en equipo, la creatividad. Innovar no es solo optimizar un sistema, es hacerlo con propósito. Para resolver los problemas reales, hay que añadir emoción, cultura y experiencia al rigor técnico.
Desde tu experiencia, ¿qué papel puede desempeñar el ingeniero agrónomo en la transformación sostenible de los biosistemas productivos y territoriales?
El ingeniero agrónomo tiene un papel clave en la transformación sostenible porque está formado para entender el conjunto. Nuestra profesión nos enseña a conectar lo técnico con lo humano. El desarrollo, al final, trata de algo tan sencillo como que las personas puedan vivir, amar y tener un hogar digno. En el ámbito rural, eso significa crear entornos donde la gente pueda trabajar y desarrollar su vocación. El ingeniero agrónomo está especialmente preparado para esa mirada global: sabe moverse entre realidades distintas, combinar lo ambiental, lo económico y lo social. Hoy, con tanta especialización, falta esa visión de conjunto. La agricultura de precisión y la inteligencia artificial ayudan, sí, pero no sustituyen la comprensión profunda de biosistemas, complejos y cambiantes. Eso es lo que aporta la ingeniería agronómica.
El ingeniero agrónomo está preparado para entender biosistemas, no solo para medirlos
Has trabajado tanto en proyectos locales como internacionales, desde la Acequia Real del Júcar hasta Afganistán o Nicaragua. ¿Qué aprendizajes te dejó esa mirada global sobre el agua y el desarrollo rural?
Trabajar en lugares tan distintos como la Acequia Real del Júcar, Afganistán o Nicaragua me enseñó que, más allá de las diferencias culturales o tecnológicas, todos buscamos lo mismo: vivir y trabajar en un entorno digno. La ingeniería cambia según el país, pero el propósito es universal. He comprobado que las herramientas tecnológicas solo son útiles si se aplican con sentido común. De nada sirve tener datos satelitales si luego las infraestructuras no permiten actuar sobre ellos. En cualquier rincón del mundo, regar bien consiste en dar a la planta el agua que necesita. Nuestra tradición valenciana de regadío, basada en el respeto y la eficiencia, ha sido una escuela que exportamos con orgullo. Esa herencia cultural del agua sigue siendo una lección viva para cualquier territorio.
La sostenibilidad es hoy una palabra omnipresente, pero a menudo vacía. ¿Qué significa realmente para ti cuando la aplicas en tu trabajo con empresas o administraciones públicas?
Para mí, sostenibilidad significa comprender que la realidad es sistémica. Todo está conectado: lo ambiental, lo social, lo económico y lo cultural. Cada decisión que tomamos tiene impactos positivos y negativos, y el reto es saber equilibrarlos a corto, medio y largo plazo. El problema es que hemos reducido la sostenibilidad a un checklist o a un discurso ideológico. Nos han educado para resolver problemas rápidos, pero eso genera otros mayores. Yo tuve la suerte de formarme en el grupo de sostenibilidad del MIT, donde aprendí a analizar los problemas como sistemas complejos que necesitan tiempo y mirada global. La sostenibilidad no puede liderarla una sola disciplina: requiere equipos diversos, capaces de pensar de forma integrada. Y en eso, los ingenieros agrónomos tenemos una gran ventaja.
La sostenibilidad no se logra con discursos, sino con una mirada global y coherente
Tu consultoría Arakua se define por un enfoque sistémico de la innovación. ¿Podrías explicar qué implica pensar “sistémicamente” en el contexto de la ingeniería agronómica?
Pensar sistémicamente en innovación significa romper la idea de que innovar es solo investigar o captar subvenciones. Ese es un error frecuente: la investigación es necesaria, pero no suficiente. Innovar de forma sistémica implica integrar miradas diversas y conectar mundos distintos: la academia, la empresa, la tecnología y las organizaciones sociales. Mi trabajo, en buena medida, consiste en catalizar esos procesos y facilitar el diálogo entre personas que hablan lenguajes diferentes, pero comparten un propósito. De ese diálogo surgen las verdaderas innovaciones. Ahora trabajamos, por ejemplo, en desarrollar agentes de inteligencia artificial aplicados al riego y la fertilización, pero siempre desde la comprensión del sistema agronómico. Si no entendemos los roles, la herramienta se vacía de sentido. Y, ojo, una generación “frita de pantallas” corre el riesgo de perder esa capacidad integradora.
En tu paso por Climate-KIC, trabajaste en la transición hacia una economía libre de combustibles fósiles. ¿Crees que el sector agrario está preparado para ese salto?
Creo que el sector agrario está parcialmente preparado para la transición energética, pero afronta una situación injusta. A menudo se nos señala como responsables de la contaminación, cuando somos de los que menos huella de carbono generamos en Europa. Países del norte, como Noruega o los Países Bajos, imponen normas muy exigentes mientras sostienen economías basadas en la exportación de petróleo o con gran impacto ambiental. Es cierto que debemos mejorar, pero también hay que reconocer que nuestras explotaciones capturan carbono: cultivamos, podamos y enterramos materia orgánica que fija CO₂ en el suelo. El problema es que muchas normativas se diseñan desde miradas lineales, alejadas de la realidad mediterránea. Necesitamos diálogo, comprensión de la complejidad y formación para adaptarnos sin perder equilibrio. La agricultura debe evolucionar, sí, pero con reglas justas y sentido sistémico.
Innovar no es añadir tecnología, es conectar mejor lo que ya existe
Después de dirigir proyectos de modernización de regadíos y trabajar en agricultura de precisión, ¿cómo imaginas el futuro del agua en la agricultura mediterránea?
El futuro del agua en la agricultura mediterránea pasa por la anticipación. Ahora, con reservas altas, es cuando debemos prepararnos para la próxima sequía. Y para hacerlo bien, necesitamos más ingenieros agrónomos dentro de las confederaciones, explicando cómo funcionan los procesos y el uso real del agua. Veo dos caminos: una agricultura de pequeñas explotaciones que aún necesita aplicar conceptos básicos, como los balances hídricos, y otra de grandes fincas altamente tecnificadas. El reto está en reducir esa brecha. Tenemos más datos que nunca, pero falta capacidad para transformar los sistemas y aplicar lo que sabemos. Hay tecnología excelente, como la que desarrollamos con el CSIC para el almendro, pero sin inversión en infraestructuras hidráulicas no se materializa. El futuro dependerá de unir conocimiento, técnica y gestión.
Hablas a menudo de liderazgo y de cuidado de las personas dentro de los procesos de innovación. ¿Qué tiene que aprender la ingeniería de las ciencias humanas?
La ingeniería tiene que recuperar su dimensión humana. Los jóvenes que han crecido frente a una pantalla desde los siete años llegan al mundo laboral con menos capacidad de liderazgo, empatía o creatividad. Esa formación excesivamente técnica está dejando fuera competencias esenciales. Hoy muchas tareas que antes hacíamos los ingenieros ya las realiza la inteligencia artificial; por eso lo que marca la diferencia es la experiencia, el criterio y la capacidad de coordinar equipos. Es un momento apasionante y a la vez difícil: los puestos repetitivos desaparecen y los profesionales deben formarse en lo que no puede automatizarse. La verdadera innovación no surge frente a un ordenador, sino del trabajo con personas distintas y de la capacidad de conectar mundos. La máquina calcula; nosotros damos sentido.