¿Has intentado comprar a ciegas en un supermercado? ¿O cocinar con una sola mano?
Imagina enfrentarte a esas situaciones cada día. Para el 27 % de la población europea —personas con algún tipo de discapacidad, según Eurostat— no es un ejercicio de empatía, es su realidad. Una realidad que también se traslada a la alimentación: consumen más productos ultraprocesados y de menor calidad que la media, no por elección, sino por inaccesibilidad. Las barreras están en el etiquetado, el diseño de envases o en la preparación de los alimentos. Y eso tiene consecuencias directas en su salud. David López Lluch, ingeniero agrónomo con parálisis cerebral, profesor titular de Economía Agraria en la UMH y colegiado del COIAL, ha alzado la voz en el proyecto europeo SEASONED con una comunicación que ha sido reconocida como la mejor del congreso final. Su visión aporta lo que hasta ahora faltaba: el punto de vista de la discapacidad.
David se define como una persona que está “muy acostumbrada a visibilizar lo invisible” y ese es precisamente el valor de su aportación al proyecto SEASONED. El proyecto europeo SEASONED está liderado por la Universidad de Ciencias de la Vida de Wrocław (UPWr), en Polonia, y cuenta con la participación de la Universidad Miguel Hernández de Elche (UMH); la University of Southern Denmark (SDU), especializada en tecnología alimentaria; y el Basque Culinary Center (BCC), referente en investigación culinaria. Además, colabora la consultora italiana REDINN SRL, que aporta soporte estratégico y comunicativo al proyecto. Este programa europeo, que se ha desarrollado a lo largo de cuatro años, no tiene como objetivo principal crear nuevos productos agroalimentarios, sino fortalecer la evaluación sensorial y el comportamiento del consumidor frente a alimentos procesados e innovadores. El aporte de David, sin embargo, introduce un cambio de paradigma: interpelar al mercado y al diseño desde la experiencia vivida de una discapacidad.
«El proyecto no va de desarrollo de nuevos productos agroalimentarios. La parte más importante es el análisis sensorial y de marketing sensorial», explica, recordando que el enfoque sensorial inició desde los cinco sentidos clásicos. Pero David llegó más allá: “Tenemos cinco… más tres que he incluido en mi comunicación”.
Además de la vista, el gusto, el olfato, el oído y el tacto, hay tres sentidos más que suelen olvidarse, pero que tienen un impacto decisivo en la experiencia con los alimentos: la propiocepción, que es la capacidad de sentir la posición del cuerpo y sus movimientos; la coordinación motora, imprescindible para abrir un envase o manejar utensilios en la cocina; y la interocepción o percepción interna del cuerpo, fundamental en situaciones como la disfagia o problemas digestivos. “En realidad, solo tenemos en cuenta los cinco o seis —explica nuestro colegiado— y la discapacidad, aparte de ciego o no, afecta a esos otros tres sentidos. No se tienen en cuenta cosas como la coordinación o la conciencia postural”.
¿Quién es el consumidor que definimos en los estudios de panel?
Uno de los pilares de la comunicación de David es una pregunta reveladora: “¿Quién es el consumidor que definimos en los estudios de panel? ¿Un hombre o una mujer perfectamente sanos, sin diversidad funcional, sin ningún problema de visión, audición, coordinación?”. Con ello señala la concepción sesgada de las muestras de consumidores que emplean la industria: “esas muestras, casi nunca —por no decir nunca— incluyen a personas con discapacidad”, lamenta.
El problema afecta también a la investigación académica. A menudo, se trabaja bajo supuestos de normalidad que excluyen a grandes colectivos de usuarios. Pero, insiste David, “la discapacidad no tiene por qué ser visible; hay discapacidades sensoriales, cognitivas, de coordinación o de percepción, entre otras”. Y ese desconocimiento se refleja luego en productos que no funcionan para una parte de la población, a pesar de que las estadísticas —con el 27 % de la población europea afectada, un porcentaje que va en aumento por el envejecimiento de la población— presuponen la necesidad de incluir esta diversidad en cualquier estudio de mercado serio.
Los tres niveles de diseño: del mínimo legal al inclusivo
David analiza el proceso de diseño de productos alimentarios en tres fases claras. La primera es el cumplimiento del mínimo legal, que es lo que hace, según él, “el 80 % de las empresas”. Se trata de adaptar lo justo para evitar sanciones, pero sin pensar realmente en la usabilidad o accesibilidad del producto. La segunda es una fase en la que algunas empresas, más sensibles o con políticas más avanzadas, incorporan algunas mejoras voluntarias. Intentan tener en cuenta ciertas dificultades del consumidor, aunque esas medidas no siempre alcanzan una inclusión real. La tercera y última fase es el diseño inclusivo, que parte de una premisa fundamental: el producto debe adaptarse al consumidor, no al revés. “La discapacidad te obliga a adaptarte constantemente a productos que no están pensados para ti”, resume David.
Un ejemplo claro está en los conocidos ‘abrefáciles’. “Muchos de estos diseños no tienen en cuenta la fuerza o la coordinación que hacen falta para abrir un envase. Y eso deja fuera a mucha gente”, advierte. Y pone otro ejemplo elocuente: el etiquetado en braille. “¿Cuántos productos ves con la composición en braille? Ninguno. Porque no es obligatorio, por eso no se incluye”, explica. Para David, este es uno de los síntomas más evidentes de cómo se prioriza el coste frente a la accesibilidad.
Una comunicación premiada
Su ponencia en el congreso del cierre del proyecto SEASONED fue reconocida como la mejor del evento. “Estoy muy contento. No es por reconocimiento personal, sino porque se ha valorado un planteamiento que rara vez se contempla”, explica con orgullo. El premio llega al final de una trayectoria de visibilización constante: “Llevo años sensibilizando sobre estas cuestiones. He tenido varios tropiezos, pero esto me anima a seguir”.
David destaca también el impacto que tuvo su mensaje en el público del congreso, donde había académicos, investigadores y representantes de la industria. “Me gustaría que este trabajo sirviera para cambiar la forma en que se conciben los bienes de consumo, y en concreto los alimentos”, afirma. La clave, para él, está en que este tipo de ideas no se queden solo en el ámbito académico o como gestos simbólicos, sino que se traduzcan en decisiones concretas.
Utopía, justicia y mercado
Cuando se le pregunta si ve su propuesta como algo utópico, no duda en asumirlo: “Sí, tiene bastante de utopía, porque soy consciente de que el mercado funciona al margen. El modelo liberal externaliza los costes de la discapacidad a las familias. El sistema te dice: apáñate como puedas”. Para David, sin embargo, esa utopía es necesaria: “No se trata de caridad. Se trata de justicia, de empatía. Diseñar para la discapacidad es diseñar para todos”.
A pesar de la conciencia de las dificultades, David no abandona la esperanza. Tiene claro que su aportación tiene valor no solo por lo que propone, sino por a quién puede inspirar. “He querido sembrar una idea en las cabezas más jóvenes del proyecto”, dice. Y cree firmemente que, si mejoras el producto pensando en las mayores barreras, “lo mejoras para todos”.
Su propósito no es solo técnico, sino ético. “Esto no debe hacerse por caridad, sino porque mejora la calidad de vida colectiva”, insiste. Para él, el verdadero desafío es lograr que el diseño inclusivo se convierta en una exigencia estructural del sistema y no en una opción voluntaria.
Para avanzar, propone revisar los paneles de consumidores para que incluyan perfiles diversos; rediseñar el etiquetado para que sea comprensible y accesible también para personas con dificultades visuales o cognitivas; y pensar en la usabilidad física de los productos desde el momento de su concepción. A eso suma la necesidad de una mayor formación y sensibilización, tanto en la industria como en la administración. “El diseño inclusivo no es un coste, es una inversión en dignidad”, concluye.